"The Crown", el lavado de cara de la realeza británica
¿Qué efecto ha tenido la serie "The Crown" en la imagen de la monarquía británica? ¿Ha sido buena o mala publicidad para la institución?
Imagen superpuesta de las tres actrices que han interpretado a Isabel II a lo largo de las seis temporadas de "The Crown": Imelda Staunton, Olivia Colman y Claire Foy. Netflix/FilmAffinity
Cuando nos asomamos a las vidas de familias ilustres nos suele sorprender, a partes iguales, su falta de conexión con la existencia de los mortales comunes y su, a la vez, condición de seres humanos relegados a nuestras mismas pasiones y sufrimientos.
La serie británica de Netflix The Crown, creada por Peter Morgan, es una biografía dramatizada que abarca la vida de la reina Isabel II desde su boda en 1947 hasta principios del siglo XXI. La producción, meticulosa y detallista, ofrece una visión íntima y a menudo reveladora de la monarquía británica. Presenta no solo los eventos públicos que definieron su reinado sino también los momentos privados que formaron parte de la vida de la reina y aquellos cercanos a ella.
Por un lado, los seguidores de la crónica rosa han podido disfrutar de los entresijos relatados, comparar la narración con los tabloides de la época y “completar” los diálogos que faltaban en los relatos de la prensa rosa. Por otro, los espectadores interesados en la historia han podido realizar un recorrido por la política y las transformaciones culturales y sociales del Reino Unido del siglo XX ahondando en no pocos debates.
El éxito de la propuesta de la serie residió desde el inicio en bordear el morbo de lo personal, incidiendo en los sucesos que han marcado la trayectoria de los personajes.
Los reyes también sufren
Desde su lanzamiento en 2016, The Crown ha sido elogiada por su producción de alta calidad. Pero la serie no solo ha capturado la atención del público por su opulencia visual, sino también por su capacidad para humanizar a los miembros de una institución a menudo percibida como distante y enigmática.
A través de su narrativa, la serie invita a los espectadores a reflexionar sobre las renuncias que exige el deber público y la compleja relación entre la monarquía y la identidad nacional británica. Así ofrece una perspectiva matizada y, a menudo, compasiva de sus figuras centrales, algo recurrente en muchas producciones sobre la realeza inglesa –como las películas The Queen, también de Peter Morgan, y El discurso del rey–.
Claire Foy y Matt Smith como la primera versión de Isabel II y el duque de Edimburgo en las dos primeras temporadas de The Crown. FilmAffinity
La producción insiste en la idea del servicio público de sus protagonistas y en la dificultad de conjugar la vida privada con la sobreexposición mediática y las exigencias de sus cargos. El foco se coloca en el sacrificio realizado frente a los beneficios asociados y también inherentes a la casa real.
Ni la princesa Margarita –hermana de la reina, a quien la Corona prohíbe, si quiere mantener sus privilegios, casarse con un divorciado–, ni el príncipe Carlos –heredero entonces, actual rey, enamorado de una mujer y casado con otra–, casi ni la propia reina Isabel II encuentran felicidad en las relaciones que dicta el protocolo.
El matrimonio de esta última abarca la totalidad de la serie y por ello es el más analizado. En él se observa a una monarca enamorada de un marido inicialmente incapaz de admitir su posición de consorte, aunque según avanzan las temporadas se acomoda en su papel y la tensión entre ambos se disipa.
El enlace de Diana con Carlos nunca se presenta como una historia de amor. En cambio se destaca la marginación de una joven rebelde que nunca se sintió querida ni conforme con el protocolo. El foco puesto en Lady Di vuelve a insistir en los hechos históricos que acercaron a la “princesa del pueblo” a sus seguidores y alejaron a la monarquía de la ciudadanía. Según avanza la trama, este personaje hace que parezca que la familia real se queda anclada en fórmulas anticuadas. Simultáneamente se deja ver que los monarcas intentan que el matrimonio fallido no se hunda.
Imelda Staunton y Elizabeth Debicki, como Isabel II y lady Di, en un fotograma de la última temporada de The Crown. FilmAffinity
El rigor histórico y el deber público
En la calle, la serie ha generado discusiones sobre la relevancia del papel de la monarquía en la sociedad contemporánea. Pero la trama, en cambio, se esfuerza por destacar el papel relevante de la institución y su injerencia en la vida social y política, mostrando las interacciones de la reina con los diferentes gobiernos democráticos con los que comparte épocas y su influencia.
Estos intercambios comienzan con sus charlas con Winston Churchill, primer ministro conservador cuando Isabel II asciende al trono. Otra de las relaciones más significativas en la serie es la que la monarca mantiene con Margaret Thatcher, los eventos que marcaron su gobierno y el papel conciliador que tuvo la casa real en épocas turbulentas.
Gillian Anderson como Margaret Thatcher en una de las temporadas de The Crown. FilmAffinity
También destacan las interacciones de la reina con Tony Blair, primer ministro del Reino Unido de 1997 a 2007. Blair es presentado como un líder modernizador que a veces choca, y en otras colabora, con la monarca. Ambos personajes, a pesar de sus diferencias ideológicas y generacionales, encuentran terreno común en su compromiso con el servicio público y la estabilidad del país, navegando juntos a través de crisis nacionales e internacionales. Prima el respeto profesional y personal, aunque a menudo existen desacuerdos sobre el papel de la monarquía en la modernidad.
Como ya había quedado patente cuando coincide, en los años 60 y 70, con Harold Wilson, se percibe también que Isabel II expone mayores reservas con los líderes laboristas que con la parte conservadora.
El resultado
The Crown no ha estado exenta de críticas. Algunos historiadores han señalado inexactitudes y han atacado la libertad creativa tomada por los creadores de la serie al retratar eventos y personalidades reales. Sus observaciones subrayan un debate más amplio sobre si los creadores de ficciones de contenido histórico, en la era de la información, son responsables de hacer distinciones entre lo que es real y lo que ha sido imaginario.
Tobias Menzies y Olivia Colman como el duque de Edimburgo y la reina Isabel II en la tercera y cuarta temporadas de The Crown. FilmAffinity
En la realidad, los Windsor destacan por haber instaurado un discurso oficial manteniendo siempre una comunicación formal y una fuerte presencia protocolaria. La boda real entre Guillermo de Inglaterra y Kate Middelton aventuró tímidamente una comunicación 2.0 apareciendo por primera vez en medios digitales.
Pero en The Crown el hermetismo de los Windsor desaparece y queda al descubierto su intimidad. La ficción ha conseguido hacer a la audiencia partícipe de emociones, aciertos y errores de los personajes, compadeciéndolos en su impostura. Viene a reiterar que existe el servicio público, que existe la participación política y la influencia social, que la corona protagoniza la conversación y sienta las bases de los dilemas éticos desde la perspectiva emotiva que los humaniza más allá de una opulencia que aceptan casi obligados.
El relato acaba ofreciendo unas explicaciones bastante benévolas del mundo que rodea a la familia real y realiza un retrato familiar edulcorado que contradice las ideas preconcebidas que pueden tener los espectadores sobre lo que supone pertenecer a la realeza británica.
Sin embargo, es innegable su valor como producto audiovisual de calidad. A pesar de sus controversias y críticas, la serie ha logrado mantener el equilibrio entre entretenimiento e información, ofreciendo una mirada profunda y compleja a una de las instituciones más antiguas y enigmáticas del mundo.
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